El Perseguidor
Esa noche, las últimas franjas de luz pálida se
debilitaban en la vastedad de la ciudad. Las calles, aún húmedas por la lluvia
reciente, destellaban tenuemente. El alumbrado público no había cobrado vida, y
las calles permanecían suspendidas en ese apasionante momento desenfocado entre
la luz y la oscuridad.
Iba camino a
mi casa luego de lo que había sido un día de trabajo difícil, dejándome
exhausto y desalentado. Daba pasos largos y mis manos iban recogidas en mis
bolsillos a manera de puños, enterrados al fondo de la tela. Hacía frío. No un
frío mordaz; uno asesino. Un frío que deslizaba sus níveas manos trepando
ligeramente por mi piel —murmullos de tacto que ocasionaban piel de gallina y
sospecha—. Pude sentir mi ritmo cardíaco acelerarse, mi aliento agitarse.
Me detuve,
cerré los ojos y escuché el crujido ahogado de una pisada detrás de mí. Luego
nada.
Alguien me
seguía.
Me preparé
para salir corriendo, con todos los resortes y engranajes girando, y ahora era
inconfundible. Definitivamente tenía a un perseguidor.
No miré atrás,
solo corrí. Mi pie golpeó el pavimento con fuerza, chirriante. Corrimos juntos,
mi perseguidor y yo; un baile maníaco de alto riesgo. Por carreteras, callejones
y sobre latas de basura. Al final, llegamos a mi calle. Salté apoyando el brazo
sobre una valla, atravesé un patio. Llegué a mi entrada; una inspección
frenética de mis llaves. No lo dudaba, si solo podía llegar a mi sótano antes
de ser capturado, estaría sano y salvo en casa.
Corrí a la
puerta de mi sótano, empujándola de su marco, y luego recorrí las escaleras
saltando los dos últimos escalones antes de ocultarme en las sombras.
Mi perseguidor
detuvo su ritmo en tanto se acercó a los escalones de mi sótano; con cada
pisada, descendía todavía más hacia el brillo turbio. Un débil rayo de luz que
caía, resplandeciente, desde la entrada del sótano me permitió ver la mano de
mi perseguidor cepillando y palpando su camino a través de la gélida pared del
sótano, buscando el interruptor de la luz. Escuché cada aliento que tomaba
—irregular, pesado y húmedo—.
Cuando su mano
descubrió el interruptor, lo encendió prontamente.
Vi cómo el
hombre en uniforme azul se detuvo en su lugar, congelado por el terror mientras
su mirada barría la habitación. Desde las paredes teñidas en sangre, al
congelador cruento en la esquina, hasta lo que quedaba de mi última cena en la
mesa quirúrgica.
No me escuchó
acercarme detrás de él, pero debió sentir el bulto palpitante en mis pantalones
cuando vacié una jeringa entera en la carne de su cuello.
«Bien, oficial
—susurré en el oído del policía mientras su cuerpo se desplomaba—, parece que
ha resuelto el caso».
Una
sonrisa despiadada reptó a lo largo de mis labios.
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