Donde Van Los Niños Malos
Debí de tener seis o siete cuando vivía en el Líbano. El
país era arrasado por la guerra en ese tiempo, y los asesinatos eran frecuentes
y ordinarios. Recuerdo que, durante una era particularmente violenta —cuando
las bombas rara vez se detenían—, me quedaba en casa sentado frente a mi
televisor viendo un programa muy, muy peculiar.
Era un
programa infantil que duraba alrededor de treinta minutos y contenía imágenes
extrañas y siniestras. Hoy día, creo que era un intento vagamente encubierto de
parte de los medios de comunicación por mantener a los niños a raya valiéndose
de estrategias de intimidación, porque la moral de cada episodio giraba en
torno a ideologías muy cerradas. Cosas como «los niños malos se quedan
despiertos hasta tarde», «los niños malos tienen sus manos debajo de las
sábanas» y «los niños malos roban comida del refrigerador por la noche».
Era muy raro,
y en árabe para rematar. No entendía mucho de ello, pero, en su mayoría, las
imágenes eran bastante gráficas y comprensibles. Sin embargo, lo que más me
impactó fue el tema de cierre. Permanecía básicamente igual de capítulo a
capítulo. La cámara hacía un acercamiento en una puerta cerrada de metal
oxidado. En tanto se acercaba a la puerta, gritos inusuales y —a veces—
agonizantes se hacían más audibles. Era extremadamente amenazador, en especial
para una programación infantil. Luego, un texto aparecía en la pantalla escrito
en árabe: «Ahí es donde van los niños malos». Al final, tanto la imagen como el
sonido se atenuaban, y ese sería el cierre del episodio.
Unos quince o
dieciséis años después, me convertí en un fotógrafo periodístico. Ese programa
había permanecido en mi mente toda mi vida, saltando en mis pensamientos
esporádicamente. Hasta un punto en el que me exasperé y decidí investigar un
poco. Logré desvelar la ubicación del estudio en el que la mayoría del contenido
de ese programa infantil fue grabado, y, luego de investigación subsecuente,
llegué a viajar a la locación. Descubrí que ahora estaba desolado y había sido
abandonado después de que la gran guerra terminó.
Entré al
edificio con mi cámara. Fue incinerado desde adentro. O un incendio se desató,
o alguien quiso quemar todos los muebles de madera. Tras varios minutos de
armar mi camino con sigilo hasta el estudio y tomar fotografías, encontré una
habitación aislada. Tuve que romper varios candados viejos para poder entrar
por la pesada puerta, y me quedé congelado en el marco de esta por un largo
momento. Rastros de sangre, heces fecales y fragmentos de hueso pequeños yacían
desperdigados por el piso. Era un cuarto pequeño, y una escena innegablemente
mórbida.
Pero lo que en
verdad me asustó, lo que me hizo darme la vuelta y no querer volver jamás, fue
el micrófono enjaulado en hierro que colgaba en el centro de la habitación.
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