Un trato Con El Diablo
El trato era
simple, nos permitiría hacerle algunas preguntas y él nos podría hacer algunas
preguntas. Es curioso, a mi parecer. ¿Qué querría saber El Diablo de nosotros?
…
—¿Es real el Cielo? —le pregunté.
—Sí —me contestó; su voz era como brasas
agonizantes en una chimenea—. Y también lo es el Infierno.
—¿Quiénes irán al Cielo?
—Todo aquel a quien Dios desee tener ahí.
—¿Podrías ser más específico?
—¿Cómo se siente? —empezó a decir, y sus ojos se
avivaron—. ¿Cómo se siente el miedo?
Un poco confundido, traté
de esclarecer el sentimiento. Mi explicación fue intuitiva, pero él
pareció estar satisfecho.
—¿Por qué te interesaba saber eso? —pregunté,
disimulando mi sorpresa.
—Porque cuando Dios me hizo, limitó mi capacidad
para sentir miedo. No puedo sentir muchas cosas.
—¿Qué es lo que puedes sentir?
—Dolor.
Atento de mi límite de tiempo, reenfoqué la
discusión.
—¿Podrías precisar tu respuesta anterior, sobre el
Cielo?
—El Cielo está abierto para todas las criaturas de
Dios, sin excepciones.
—En ese caso, ¿tú también puedes ir al Cielo? Dado
que fuiste creado por Dios.
—Podría, pero no lo haré.
—¿Por qué?
—Porque cometí el pecado más ofensivo. Hice lo que
solo Dios debería hacer.
—¿Te refieres a la creación?
—El intento de; no funcionó. Creé mis ángeles con
base en mi propia imagen, así que la culpa recae en mí. Están enfrascados en causar
sufrimiento y destrucción. Dios dictaminó que sus almas serían confinadas al
Infierno por toda la eternidad.
—Los demonios, ¿no?
—Sí, supongo que sí. No puedo irme al Cielo, no si
mis creaciones estarán sufriendo. Por ese motivo decidí que, cuando llegue el
momento, viajaré al Infierno para sufrir a su lado.
—Pero ¿por qué harías eso?
—Porque las amo.
La alarma sonó.
—Los demás estarán eufóricos cuando reciban la
noticia —comenté sin mucho énfasis al ponerme de pie.
—¿Y qué noticia es esa?
—Que, sin importar lo que hayamos hecho, nos iremos
al Cielo.
—Pero ustedes no podrán. Ninguno de ustedes, de
hecho.
Mi voz flaqueó:
—¿No fue eso lo que…
—Sí, sé que lo dije —me interceptó, modulando un tono
exiguamente triste—. Pero ustedes no son una creación
de Dios: son la mía.
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